La periodista Dalia Villegas Moreno lo vivió en carne propia hace apenas unos días en Morelia, Michoacán. Hacia su trabajo, cubriendo una manifestación frente al Palacio de Gobierno después del asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez. Pero lo que debió ser una jornada de cobertura terminó en un acto de censura: fue retenida, incomunicada y obligada a borrar las imágenes que grabó.
No se trató de un malentendido ni de una confusión. Dalia se identificó como prensa. Aun así, los elementos de la Secretaría de Seguridad Pública la sujetaron del brazo, le quitaron el celular y le exigieron borrar su material. Todo ocurrió en minutos, minutos que bastaron para mostrar que en Michoacán, ejercer el derecho a informar o a expresarse puede costar caro.
En el mismo estado, el activista Homero Gómez, defensor del santuario de la mariposa monarca, desapareció en 2020 y luego fue hallado sin vida. Zenaida Pulido, quien ayudaba a familias a buscar a sus desaparecidos, fue asesinada en 2019. Y ahora, el alcalde Manzo, conocido por denunciar irregularidades y una postura firme contra los delincuentes, fue asesinado en plena vía pública. Detrás de cada caso hay un mensaje que nadie quiere oír en voz alta: hablar, denunciar o cuestionar el poder sigue siendo un acto de riesgo.
Organizaciones como Artículo 19 han documentado más de 600 agresiones contra la prensa mexicana solo el año pasado, y Michoacán figura entre los estados más peligrosos tanto para periodistas como para activistas. Algunos dicen que es el crimen organizado, otros que es el Estado, pero al final el resultado es el mismo: el silencio se extiende.
Al final, Michoacán no solo está peleando contra la violencia, sino contra el olvido. Y cada cámara encendida, cada cuaderno que anota, cada voz que no se calla es una forma de mantener encendida la luz.
Porque si quienes miran son obligados a cerrar los ojos… ¿quién contará lo que queda?
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