Los Cerros Sagrados de Guanajuato Capital: donde la historia y la leyenda respiran entre las piedras

Entre los cerros que rodean Guanajuato capital, aún se percibe el eco de antiguas civilizaciones que alguna vez miraron al cielo desde estas mismas alturas. Mucho antes de que las minas, los templos y las casonas coloniales definieran su paisaje, los pueblos prehispánicos ya habían encontrado aquí un refugio y un centro espiritual. Se cree que los primeros asentamientos surgieron cerca de las zonas mineras. Pero más allá del oro y la plata, estos pueblos encontraron algo aún más valioso: la conexión con la tierra y los dioses.

Uno de los sitios más emblemáticos de Guanajuato capital es el Cerro de las Ranas, ubicado cerca del tradicional barrio de Pastita. En este lugar, la historia se mezcla con la leyenda. Se cuenta que las tribus prehispánicas veneraban una gran roca con forma de rana, símbolo de fertilidad y portal hacia otras dimensiones. Alrededor de ella realizaban rituales, danzas y ofrendas para honrar a la deidad que protegía sus cosechas y su vida.Los ancianos decían que, cuando el viento soplaba entre las grietas del cerro, era la voz de la rana sagrada hablando con los dioses.


Otro sitio igual de fascinante es el Cerro del Meco, también en los alrededores de Guanajuato capital, un antiguo centro ceremonial desde donde se dominan las vistas de la ciudad y el horizonte serrano. Aquí se realizaban observaciones astronómicas, rituales agrícolas y ceremonias dedicadas a las fuerzas naturales. Los Chichimecas y los Guamares, pueblos que habitaron la región, veían en estos lugares la unión perfecta entre el cielo y la tierra.

Con la llegada de los españoles, los templos naturales fueron reemplazados por iglesias, y los rituales se mezclaron con las nuevas creencias. Sin embargo, los cerros permanen ahí, guardianes silenciosos de una memoria mucha más antigua que la propia ciudad.


Hoy, caminar por esos senderos entre nopales, magueyes y piedras talladas por el tiempo, es también un acto de reencuentro. Cada paso invita a escuchar lo que las rocas aún susurran: las historias de un pueblo que miraba al sol y a las estrellas con respeto, y que entendía que la montaña no solo se habita… también se venera.



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